miércoles, 18 de septiembre de 2019

El Tiempo y la Justicia


Limitado el escarnio que en origen se pretendía, la justicia, en actitud ramera, se insinúa a cambio de un acuerdo improbable, impensable, imposible.
El tiempo en que el lupanar pretendió ser templo resplandeciente de virtudes ausentes, murió en el instante en que empezaron a juntarse entre sus paredes las bajas pasiones de sacerdotes a los que la oración nunca les sobrepasó los labios con los que desgranarla.
El esplendor prometido por el Sumo Sacerdote murió entre las manos de obreros más inclinados a llevarse el oro a su casa que en preservarlo para mayor gloria de unos dioses en cuyas virtudes no creían y de cuya existencia recelaban. Brillantes los arcones ocultos de sus hogares, llenos de rapiña recelosa pero decidida. Brillantes de falsas riquezas las paredes cuyos oropeles no llegarían a durar dos días.
Nunca la justicia fue tan profanada, nunca se invocó su nombre con tanta frecuencia, nunca las fanfarrias, ni los discursos, ni las ofrendas sonaron tan cascados, ni fueron tan falsos.
En el templo de la Justicia nunca estuvo la mal nombrada, antes bien, lo único que lo habitó fueron las queridas de los falsos sacerdotes vestidas con ropajes que burlaban a la diosa a la que imitaban, los sacerdotes mismos y la ignominia de las burlas cometidas.
Por eso, denunciado lo que acontecía ante la Justicia misma, descubiertos los diletantes que una vez desenmascarados seguían pretendiendo ser los adoradores únicos de la escarnecida, proclamada la inocencia de los culpables y la culpabilidad de los inocentes, limitado el escarnio que en origen se pretendía, llegó la hora de la verdadera Justicia, ante la cual, postrados, reclamando una clemencia que ellos no sintieron, invocando una verdad de sus actos imposible de mantener, una inocencia en sus intenciones desmentida por sus propias palabras, los falsos sacerdotes ofrecían, en actitud ramera de su justicia, unos acuerdos de salvaguardia improbables, impensables, imposibles.
El tiempo de la iniquidad parecía pasado, sobrepasado, agotado.
Se planeó el nuevo templo, se adquirieron los materiales, se contrataron los obreros y se nombraron los sacerdotes que honraran a la diosa. Se prepararon los festejos, los actos solemnes, se convocó a los más grandes dioses, héroes y reyes para dar mayor esplendor al evento.
Solo el Tiempo faltó a la cita, pero envió un presente, una banda que habría de colgarse en la entrada del templo, de un material que resplandecería cuando la verdad estuviera de visita y se marchitaba ante la presencia de la mentira. Tenía grabadas unas palabras: “Solo Yo en mi discurrir avalo el esplendor que Presente siempre otorga”

lunes, 7 de enero de 2019

Matrioshka


Armando se sentó, por fin, y dejó que el cansancio acumulado se asomara a sus ojos, se apoderara de sus extremidades y fuera haciéndose patente en sus consciencia. Había sido un día duro, un día de trabajo duro y con muchas horas de esfuerzo, de reuniones para llegar a acuerdos, de clase para transmitir las enseñanzas que los acuerdos reclamaban, de enfrentamientos con los que se negaban a reconocer el trabajo que se realizaba. Horas y horas de recibir enseñanza y transmitirla. Y ahora llegaba la hora de descansar.
Sí, había quienes se empeñaban en poner en cuestión los conocimientos de los que ya tenían las respuestas. Los que decían que para enseñar había que poner todo lo aprendido en cuestión y llegar al propio conocimiento, los que defendían que el conocimiento recibido solo era una base de la que partir para evolucionar.
Armando sintió en lo más profundo una pereza infinita al pensar en la posibilidad de ponerse ahora que el entumecimiento del sueño lo invadía, en buscar una verdad a la verdad que ya conocía y que le parecía incuestionable.
Siempre había personas que necesitaban el protagonismo de sentirse diferentes. Eso era soberbia, eso era inconformismo y ganas crear problemas.
Armando seguía dándole vueltas a sus pensamientos mientras se ponía el pijama, incluso mientras retiraba las sábanas para meterse en la cama y empezaba a acercar su cabeza a la almohada, aunque un gran silencio mental se hizo antes de que llegara a rozarla. Ya descansaba.

Jorge sonrió con la satisfacción del que ha hecho bien su labor mientras retiraba el control del muñeco y contemplaba su falso sueño, su desbaratado descanso que al fin y al cabo no era más que una muerte temporal hasta que mañana de nuevo tomara su control y volviera a dirigir su apariencia de vida, su aparente consciencia, sus implantadas convicciones.
Se lavó las manos, se vistió y salió. Tenía reunión con el director para revisar el guión que habría de seguir en los siguientes días. No solía haber grandes variaciones, los objetivos eran claros y solo cambiaban pequeños matices, estrategias, para conseguir avanzar en el resultado final, la defensa de la verdad y su implantación en la sociedad.
Es verdad que no todos la compartían, de ahí la importancia en ser discretos, ladinos, apenas perceptibles. De ahí la importancia de los Armandos que en el mundo ayudaban a su difusión permitiendo que los guiñolistas no tuvieran que mostrar su verdadero rostro.
Cuando Jorge volvió a su casa contempló de nuevo a Armando, con cariño. Uno se llegaba a encariñar con aquellos muñecos, con aquellas marionetas de alma compartida y con aquella vida que sus manos le inducían. Mañana Armando tendría su último día con él. El director creía que ya había cumplido con su labor y le había proporcionado un nuevo muñeco. Ya no importaría que haría con el resto de su vida ni si tenía resto de vida. Ya no sería cosa suya.
Ahora le tocaba estudiar la nueva personalidad del nuevo guiñol y su forma de trabajar. El director le había asegurado que todo el trabajo de base, como de costumbre, ya estaba hecho y que el nuevo muñeco era totalmente dócil a los fines perseguidos. Su sometimiento ya había sido probado y aceptado y la sociedad en la que tenía que moverse lo valoraba adecuadamente para los objetivos a lograr.
Por cierto, se llamaba Jorge, como él. No sabía si la idea le gustaba o le creaba una cierta sensación de incomodidad, de inseguridad. Por supuesto no le había dicho nada al director. Las discrepancias no estaban bien vistas y no convenía caer en desgracia.
Jorge, el guiñolista, se puso a estudiar. Luego vendría el descanso.

Carmen vio salir a Jorge con su nuevo muñeco y toda la documentación que le había proporcionado para su manejo. Cada vez era más complicado el manejo de esos “muñecos”, cada vez era más difícil encontrar guiñolistas con el talento y la capacidad de camuflaje que Jorge tenía. Pero la consecución de la divulgación de la Verdad Única y su implantación definitiva en la sociedad valía el esfuerzo que se realizaba. Y además cuando eso sucediera él estaría ahí, entre la cúpula de los elegidos, entre los que fabricaron y consiguieron una sociedad como dios manda.
Carmen aún recordaba sus tiempos de guiñolista. A veces, incluso, soñaba con recuerdos de cuando era guiñol, aunque estaba seguro de que eso solo eran sueños.  Bueno, ya solo quedaba dar el parte a su superior, en realidad, y como ya le había demostrado en varias ocasiones, a su amigo.
Todo iba según lo planeado. ¿Qué podía salir mal? Nadie creía que existiera la Organización, los contrabulos funcionaban a la perfección y las denuncias contra ellos solo acrecentaban el descrédito de los denunciantes. El sistema de muñecos finales, la captación de personas con aceptación popular y débiles había sido un acierto que se mostraba imparable y que los propios muñecos defendían a muerte. Su mismo orgullo los obligaba a defenderlo, y una vez quemados su credibilidad era nula.

Carlos, sentado cómodamente en el jardín de su vivienda, colgó el teléfono por satélite con el que se comunicaba con su organización. Todo marchaba según lo previsto, los beneficios crecían, el poder crecía y todo estaba bajo control. La vida, esa que los demás creían tener y que él dirigía con mano de hierro sin moverse de su inaccesible hogar, le sonreía.
Su hijo, su heredero, recibiría más poder, más dinero y un mundo más dócil que el que él había heredado. Pero para eso aún faltaba.
Pensó en llamar a alguno de sus iguales, pero la desidia le invadió. Ya había hablado con todos ellos esa mañana. Ninguno tenía nada interesante que contarle. A todos les sonreía la vida como a él mismo.
Se sonrió, se retrepó y dejó que su mente se fugara en ideas inconcretas, las concretas ya eran suyas.

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Laura estaba leyendo y aquella frase le llamó la atención. Le llamó la atención lo suficiente para que su cabeza empezara a darle vueltas. Inesperadamente su reflexión se convirtió en una idea diferente, en una evolución sobre lo que creía antes de leerla. En diferentes lugares del mundo un número inconcreto de personas tuvo la misma experiencia. Si conseguían salvar los controles establecidos por los guiñolistas  y transmitir sus conclusiones tal vez hubiera esperanza, aunque esperanza había poca.

domingo, 24 de diciembre de 2017

Navidad en la aldea

También en la aldea de Luisito era Navidad. No había luces que lo pregonaran, ni grandes almacenes que iluminaran las calles de tierra, ni siquiera suficientes habitantes para hacer una cena colectiva. La aldea nunca había pasado de tener cien habitantes en sus tiempos de esplendor. Ahora tenía tres, la abuela, el abuelo y Luisito.
Pero Luisito sabía que era Navidad, aunque no lo dijeran los calendarios, aunque el ordenador no lo recordara cada vez que se encendía, aunque el móvil no sonara cada pocos segundos con un nuevo mensaje. Luisito lo sabía porque esa noche, un año después, volvería a hablar con sus padres. Nunca, ni una sola nochebuena sus padres habían dejado de llamarlo desde aquel día, hacía ya unos años, en los que los vio despegar rumbo a su nuevo hogar en Marte.
Si, esa noche era Navidad, el día que esperaba con anhelo todo el año, el día en que la felicidad se mezclaba con las lágrimas de añoranza. Luego, después de hablar con sus padres, como todos los años, aguardaría con ilusión a la mañana del día seis para rebuscar entre los regalos el más ansiado, un billete para reunirse con ellos.

Pero bueno, lo importante, es que esta noche es nochebuena y mañana…  mañana dios dirá.

lunes, 4 de julio de 2016

El Fracaso

Gabriel Pérez Encinas era un brillante ingeniero. Joven, con talento, con entusiasmo, no permitía que ninguna dificultad impidiera el logro de una meta una vez marcada como tal. Tal vez fue esta misma capacidad la que le llevó al primero, al más sonado de sus fracasos.
Había alcanzado ya los últimos años de la treintena cuando Gabriel, henchido de solidaridad y de convicción personal, decidió acometer el acto más generoso, más profesional y más ambicioso de su carrera: dotar de agua corriente a algunos pueblos del África profunda.
Estudió inicialmente donde desarrollar su brillante plan y tras varios descartes eligió el distrito de Meatu en Tanzania. Sin acuíferos de superficie pero con abundante agua subterránea según los estudios que obraban en su poder, diseñó el sistema ideal para su explotación, y armado de planos y clarividencia se puso en camino.
Contar las peripecias y vicisitudes de nuestro insigne, y entusiasta ingeniero, requeriría de una extensión narrativa inadecuada. Quedémonos conque Gabriel volvió al cabo de siete semanas agotado, indignado y, así lo consideraba él, víctima de un fracaso solo achacable a la desidia, al bajísimo nivel de inteligencia y al desprecio hacia su persona que exhibieron los habitantes del lugar.
Solo al cabo de algunos años su íntimo amigo Luis Ruiz y Sañudo consiguió, a raíz de un artículo en el periódico sobre la sed en el continente africano, un atisbo de lo que en esas siete aciagas semanas había vivido el preclaro Gabriel: “Fíjate Luís que en todo ese tiempo no conseguí que nadie se interesara por los planos, que nadie quisiera ponerse a trabajar a pesar de que yo les explicaba que iban a conseguir agua en sus chozas, y ya no tendrían que excavar más agujeros, ni desplazarse para buscar los puntos de afloramiento, ni…, unos salvajes. Se tienen merecido lo que les pasa”, acabó estallando Gabriel lleno de justa indignación y de desprecio absoluto.
Lo que se averiguó más tarde, Gabriel ya había fallecido, fue algo que él nunca había explicado, seguramente porque nunca reparó en ello:
-        Gabriel solo hablaba español e inglés
-        Ningún nativo de aquella zona y época sabía hablar ninguno de estos dos idiomas.
-        Los planos de Gabriel, perfectos como ingeniero, eran absolutamente ininterpretables para los nativos que no tenían ninguna preparación técnica.
-   No llegó en ningún momento a contactar con ninguna autoridad local que pudiera respaldar el proyecto, ni siquiera con el jefe tribal.
-        Todos en el lugar recuerdan a aquel señor que hacía agujeros en el suelo y  les hablaba a gritos y con grandes aspavientos, e incluso conservan con mucho mimo alguno de los planos que Gabriel abandonó a su marcha.
-    Todos los nativos comentan que siempre fueron muy respetuosos y amables con el extranjero como demandan sus costumbres, siempre le sonreían y asentían a sus palabras. Nunca le faltó comida ni un lugar en el que alojarse. Incluso, al parecer, tampoco tuvo otro tipo de carencias, pero nunca supieron que era lo que intentaba contarles.
Gabriel hijo, al que pertenecen la mayor parte de estas averiguaciones posteriores, lo resumía muy bien en una conferencia que dio en un homenaje del colegio de ingenieros a la brillante trayectoria de su padre.
“El único fracaso de mi padre, si se puede considerar como tal, consistió en no saber analizar, en ignorar, las causas del mismo para poder ponerle remedio y convertirlo en el broche de oro de su faceta más humana. Nunca admitió, nunca asumió, que en aquel momento preciso, en aquel lugar perdido, ni su razón ni su conocimiento valían de nada porque no disponía de la capacidad para comunicarlos. Y de esa incomunicación nació su convicción de la desidia y desinterés de sus pretendidos beneficiados. Yo resumiría que el fracaso de mi padre fue más como explorador, como pionero, que como ingeniero o persona”.

En una posterior entrevista de la revista del Colegio remachaba con estas palabras: “Efectivamente,  de nada sirve tener la razón o el conocimiento si no sabemos trasmitirlo. De nada sirve tener la razón o el conocimiento si ante el fracaso de su trasmisión consideramos que la culpa es de los que se niegan a recibirlo sin analizar si los canales o los medios de los que nos hemos valido son los adecuados. Se lo digo como hijo, pero sobre todo como docente”

domingo, 18 de octubre de 2015

El Cuaderno de las Musas

Enrique siempre quiso ser escritor, desde su más tierna infancia, desde que la memoria, la suya y la de su madre, alcanzaban, pero siempre se encontró con la frustración de que su sueño no pasaba de eso, de sueño. Nunca había conseguido interesar a nadie con sus escritos, nunca había visto plasmados sus esfuerzos de horas y horas, de líneas y líneas, de cuadernos y útiles de escritura agotados en una permanente lucha con las musas, plasmados en algún medio escrito ajeno a su entorno hogareño.
Enrique siempre había sido un proyecto de escritor sin pasar de su fase potencial. Era habitual verlo por la papelería cercana a su casa comprando nuevos cuadernos, nuevos bolígrafos, nuevos lápices correctores para acometer los nuevos proyectos. Cientos y cientos de cuadernos se acumulaban en las estanterías de su habitación, en cajas llenas de polvo en el trastero que sistemáticamente veían su número acrecentado por nuevas aportaciones que el furor pseudo creativo de Enrique producía.
Siempre tuvo la opinión de que cada proyecto, cada novela, cada grupo de cuentos necesitaban de un soporte nuevo, inmaculado, que le permitiría retomar el libro cuando lo interrumpiera y preservaría su idea inicial sin contaminarse con otros ya empezados. “Libro nuevo, cuaderno en blanco”, solía decir Enrique cuando alguien le preguntaba. Pero fuera por lo que fuera, por falta de inspiración, por desidia o por disconformidad, rara vez retomaba alguno de los proyectos empezados. Y si rara vez los retomaba nunca, nunca, jamás, había conseguido dar ninguno por finalizado.
Bueno, eso no es del todo cierto. Algún cuaderno lleno de palabras agrupadas en estructuras poéticas si había recibido la calificación de terminado y había emprendido un largo e infructuoso peregrinar por despachos de editoriales, agentes literarios y escritores famosos accesibles. Pero esos cuadernos inevitablemente volvían a su dueño acompañados de palabras concisas y estudiadas, o en algún caso sin palabras, que conformaban una declaración de falta de interés por parte del remitente que Enrique acogía sin desánimo, siempre considerando que cuando fuera famoso aquellos que ahora rechazaban su obra vendrían a suplicarle unas páginas para sus editoriales.
Ese era el mundo, el día a día, de Enrique. Nunca necesitó trabajar. Nunca se planteó que en su vida cupiera otra dedicación que la que su vocación literaria le proporcionaba. Solo dejaba de lado sus cuadernos para cubrir sus necesidades vitales y ciudadanas o para atender a su formación. Acudía puntualmente a cuantas tertulias podía acceder, a la mayoría como invitado de piedra o incluso bulto sospechoso. Era asiduo de talleres literarios, lecturas y presentaciones y en su biblioteca ajena, la menos poblada, no faltaba ni un libro, ni una revista, que se publicara sobre literatura en general y sobre técnicas de escritura en particular.
Enrique era un apasionado de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, sobre, sobre, tras, la literatura hasta la obsesión. De la literatura sin duda. Desde la literatura pretendía alcanzar la fama. En la literatura estaba su razón de vivir. Entre los literatos estaba su sitito. Hacia el olimpo literario discurría su camino. Hasta que no lo consiguiera seguiría trabajando. Para lograr un objetivo hay que luchar y el suyo era escribir una obra maestra que aclamarían los tiempos. Por lograrlo estaba dispuesto a vender su alma. Según pasaba el tiempo Enrique veía claro que se acercaba su momento de gloria literaria. Sin desánimo, sin desmayo, sin faltar un solo día,  acometía sus obligaciones laborales. So pena de parecer fatuo su calidad como escritor era mayor cada día que pasaba, pensaba. Sobre su éxito final no cabía duda alguna. Tras los pasos de los grandes clásicos estaba enfocada su carrera.
Si, hasta la obsesión. Enrique era un escritor compulsivo. Cuando se enfrentaba a su quehacer diario, antes de escribir la primera página, la primera letra, revisaba mentalmente las técnicas, los consejos, repasaba por última vez algunos subrallados que a él le parecían fundamentales y con toda esa carga de sabiduría ajena se aplicaba a la tarea. Cada frase, cada palabra, era releída una y cien veces, releída, y reescrita, de tal forma que cada frase acababa convirtiéndose en un objetivo en sí misma, en una obra colosal e independiente que nunca conseguía enlazar con la anterior ni preparar el camino para la siguiente.
Ese era el resultado final de los escritos de Enrique, una secuencia de frases que nunca conseguían transmitir un mensaje, un sentimiento, una historia. Un compendio ortopédico de palabras sin otro fin que el de figurar juntas para rellenar una página de un cuaderno y ser leídas, releídas, escritas y reescritas por la obsesión de Enrique.
Había ya entrado  nuestro ínclito personaje en su quinta década de vida cuando visitó una vez más la pequeña librería de viejo que se encontraba un par de portales más allá  del suyo y de la que era asiduo visitante. Desde que recordaba allí estaban la vieja librería y su no menos anciano propietario. Siempre amable, siempre solícito, el librero estaba atento a cualquier libro que cayera en sus manos y que supiera del interés de su cliente. En cuanto entraba por la puerta el viejo le sonreía y le señalaba un grupo de libros amontonado en un extremo del mostrador para que los examinara y decidiera si eran de su interés, cosa que indefectiblemente sucedía.
El caso es que, como ya apuntábamos, Enrique visitó una vez más la vieja librería de viejo y se dirigió a su montón de libros como tantas veces. Y, como tantas veces, comprobó que eran de su interés y que no había, como siempre sucedía, ninguno que ya estuviera en sus estanterías.
Pero esta vez, entre los libros, había un cuaderno. Un cuaderno especial, encuadernado lujosamente, de páginas inmaculadas que produjeron en Enrique un inmediato, un repentino, un furioso efecto creativo.
-          ¿Y este cuaderno?
-          No lo sé. Vino entre los libros de una biblioteca particular que adquirí el otro día
-          Parece que nunca se haya usado
-          Por eso te lo aparté con los libros. Ya sé que te gusta usar cuadernos nuevos para tus escritos y este me pareció que se podría ajustar a tus exigencias
-          Es realmente bonito y digno de contener una obra maestra
-          Bueno, pues quédatelo. Este te lo regalo yo. No en vano eres uno de mis clientes más fieles.

Enrique salió de la vieja librería con su carga de libros y con la sensación, con la ansiedad, de que tenía que ponerse de inmediato a escribir en aquel cuaderno. Que aquel cuaderno había llegado a sus manos porque había llegado su hora. Su hora de escribir la obra maestra que sería el pasmo del mundo literario que hasta entonces tan injustamente lo había esquivado. De la fama, del reconocimiento, de los premios y homenajes.
Tal era su necesidad que olvidó, por primera vez en su vida, ir a la papelería, ir a una tertulia y una presentación de un libro de un importante colega en el Ateneo. Enrique volvió sobre sus pasos, entró en su casa, abandonó en una mesa los libros adquiridos y, con el cuaderno en las manos, se dirigió a su mesa de escribir. Retiró de ella el cuaderno en el que había estado trabajando, cogió el bolígrafo, no uno nuevo como era habitual, si no el que tenía a mano, y sin pensar, sin encomendarse a dios ni al diablo, empezó a escribir como no había hecho en su vida, poniendo el alma en cada palabra, sin tiempo de releer, sin tocar el lápiz corrector. Pasaron horas, pasaron días, semanas e incluso algún mes, sin que Enrique levantara la cabeza del cuaderno más que para atender a las necesidades básicas de su cuerpo. Alguna vez se detenía brevemente para repasar alguna frase, algún pasaje, y entonces entendía claramente, con rigor, el por qué lo escrito hasta por él entonces nunca había despertado el interés de nadie. Y ese reconocimiento, esa sensación de que ahora sí, lo sumía de nuevo en el éxtasis narrativo.
Pasó, como ya dijimos, algún mes antes de que Enrique, para su pasmo y deleite, se diera cuenta de que coincidiendo con la última página del cuaderno había concluido su obra. Por primera vez una obra suya se había acabado. Y se había acabado sin abandonos, sin correcciones, sin consultas técnicas y sin interrupciones. Emocionado, y seguro de su calidad, se vistió y con su recién acabada creación se dirigió a la librería de viejo porque consideró que era justo que el viejo librero cuyo regalo había servido de soporte para el dichoso parto fuera el primero en saberlo, y si lo deseaba, en leer la narración.
Con consternación, con una pena indefinible, Enrique se encontró la librería cerrada con un cartelito escueto, escrito a mano: “Por defunción”.
Con el alma encogida pero con la dicha intacta subió de nuevo las escaleras de su casa y cogió la lista inacabable de editores y agentes para seleccionar aquel que recibiría inopinadamente la obra más importante que hubiera leído en su vida. Seleccionó finalmente uno, uno de los más importantes y sacó de uno de los cajones un sobre de los de gran formato que utilizaba para sus envíos. Metió con mimo el cuaderno en el sobre y a continuación, con delectación, con un entusiasmo infantil, empezó a imaginar su discurso recogiendo el Nobel que tan merecido tenía al tiempo que empezaba a escribir la dirección del afortunado editor
Algunos días más tarde los familiares más cercanos de Enrique, preocupados por la falta de noticias, accedieron a su piso y los encontraron sentado en su mesa de escritorio, sonriente, como en éxtasis y muerto. Junto a sus manos un sobre en el que figuraban las primeras letras de un nombre y que contenía un cuaderno primorosa, lujosamente encuadernado, en blanco. Ninguna de sus muchas páginas tenía ni la más mínima mancha, ni el más nimio carácter, ni la más leve sombra de uso.

-¿Y este cuaderno? – Le preguntó Antonio al viejo librero de viejo que desde hacía tantos años frecuentaba.
-No lo sé. Vino entre los libros de una biblioteca particular que adquirí el otro día
-Parece que nunca se haya usado.


Antonio sintió ante el cuaderno en blanco el halito de la fama, del triunfo que lo llamaba.

miércoles, 29 de julio de 2015

Elecciones 2312

“La libertad. El gran anhelo de la humanidad, el fin deseado. Es curioso que según avanza la civilización el hombre está más dispuesto a renunciar a la libertad real a cambio de una realidad formal, a renunciar a la libertad individual en aras de una segura libertad colectiva. Solo falta por saber si se puede ser libre y estar seguro al mismo tiempo”
Anónimo siglo XXI

SODEBIESSA, Sociedad Para el Desarrollo y Bienestar del Estado, S.A., entidad corporativa responsable de la gestión de lo político, fiscal, financiero, social y legal.
-Doscientos treinta y seis años a al servicio del estado Ibérico para su orden y progreso-

Convoca
Transcurridos los cuatro años preceptivos, la fiesta de la participación ciudadana. Para lo cual han sido elegidos mediante sorteo cuatrocientos ciudadanos de pleno derecho de este estado, mayores de edad, de conducta intachable y curriculum conveniente, que han sido integrados en cuatro equipos, el rojo, el azul, el verde y el blanco. Las listas de los integrantes de cada equipo están disponibles en todos los sistemas de carácter público desde el mismo momento de la publicación de esta convocatoria.
Actos
Durante siete días se organizarán debates, coloquios y reuniones en las que participarán uno o más de los equipos según su deseo, tanto de forma presencial como mediante los distintos sistemas de comunicación.
El séptimo día cada ciudadano podrá decantarse por uno de los equipos, pudiéndolo hacer por cualquiera de los medios habilitados para tal fin y que son los ya habituales en convocatorias precedentes.
Satisfacciones
Los doscientos cuarenta que consigan clasificarse, según las ley 247/1273 para el reparto proporcional de votos, obtendrán una excedencia de cuatro años en sus trabajos habituales pasando a integrarse en el departamento de comisiones y debates de esta sociedad que asignará sus salarios según las condiciones establecidas para empleos de carácter público, siempre mejorando las condiciones salariales y sociales que detenten en la actualidad.
Catorce del equipo más votado obtendrán además de un mayor ingreso económico el privilegio de asistir a las juntas  generales de la empresa para transmitir sus resoluciones al departamento ya mencionado.
Ocho más por cada dirección general de esta empresa podrán formar comisiones que asistan a las reuniones departamentales correspondientes cuando los jefes de departamento lo consideren oportuno.

Antonio Gonzalez y Gonzalez del Cerro.
Director General de Politica Legislativa y Libertades Ciudadanas.
Madrid a 10 de Mayo del 2312

sábado, 13 de diciembre de 2014

+/- Big Bang

La existencia era poco más que una mota consciente y quiso desentrañar el último misterio. Quiso recuperar el nombre sagrado y percibió en el último instante el suyo propio. Y la existencia comenzó de nuevo a expandirse.

domingo, 22 de diciembre de 2013

¿Y Yo?



Tribulaciones de un normal (1997)

Habitualmente no soy muy dado a quejarme. Considero que, sin que se pueda olvidar el factor suerte y dentro de unos límites, cada uno tiene lo que se ha buscado. Al menos así debería de ser en un mundo en el que imperase la igualdad de oportunidades. Me considero un tipo normal y ahí reside el origen de mis desgracias.
Todo el mundo pasa durante su vida por rachas buenas y malas. Yo he pasado la mayor parte de la mía siendo una persona levemente afortunada. Tenía trabajo, familia paternal, familia conyugal, bastantes amigos y una situación social media.
Sin que concurrieran motivos aparentes fue cumplir los cuarenta y empezar a ir todo de cabeza. La empresa en la que trabajaba quebró de la noche a la mañana y yo me encontré en la calle, sin indemnización alguna –en el fondo de garantía salarial me garantizaron que no habría forma de cobrar nada- y con un paro sobre el sueldo mínimo que la empresa cotizaba por mí. Como si esta situación fuera el banderazo de salida todo empezó a ir mal. Los problemas económicos hicieron mella en mi familia conyugal hasta acabar con ella en una palmaria demostración de que el amor, al igual que la mayor parte de las amistades, precisa de un fuerte cimiento económico. Mi familia paternal tampoco ayudó mucho, la verdad, y lo único que aportó al momento fueron recriminaciones sobre mi falta de previsión en los tiempos de bonanza. Lo de la hormiga con la cigarra fue bastante más considerado que lo de mis padres conmigo. Sin duda lo mejor fue lo de los pocos amigos que de verdad estaban allí en esos momentos y aún alguno me invita a comer a su casa de vez en cuando.
Por supuesto la ruptura conyugal llevó aparejadas la expulsión de mi hogar y una condena a pagar una manutención para mis hijos porque, según el juez, el que mi ex mujer ganara un sueldo considerable no era óbice para que yo, como hombre, como varón vamos, tuviera la obligación de contribuir al sostenimiento de mi familia, y la obligación de ceder el domicilio familiar, y la custodia de mis hijos, y afortunadamente nada más porque la vida la necesitaba para seguir haciendo el canelo. El hecho de que de mi subsidio de desempleo solo quedaran  doscientos euros el día de cobro no parecía hacer mella en el juicio de tan docto varón:
“El demandado es hombre, joven, razonablemente culto, con estudios, con experiencia, en la madurez de la vida y con capacidad, si se lo propone, para enderezar su vida” (sic)
Todos los días de cobro cuando recogía mis 197,38 euros lo recordaba, a él y a varias generaciones de su familia.
Cuando salí de mi ya antiguo hogar mis padres me acogieron temporalmente en el suyo, aportando, eso sí, ciento veinte euros de mi escaso pecunio porque : “bonito estaría que un hombre hecho y derecho viviera a costa de sus padres”, comiéndose lo poquito que tenían. Esa visión, para mí grotesca, de las cosas y el continuo y descarnado reproche por mi situación me llevaron un día a no soportar más la convivencia y cerrar tras de mí, de un portazo, la única puerta con techo que me quedaba. Sinceramente, por aquel entonces yo aún estaba convencido de que podría encontrar un trabajo en un tiempo razonable.
Era lector asiduo de las hojas de empleo de los periódicos. En los primeros días las leía en algún bar o café donde simulaba hojear sin especial interés la totalidad del diario y desestimarlo con cierta displicencia final como si no hubiera nada realmente interesante, pero el deterioro de mi ropa pronto me hizo excesivamente visible al entrar y notaba la mirada continua y suspicaz del camarero de turno, e incluso de ciertos parroquianos, sobre mi persona que hacían que me sintiera diferente, especial, vigilado al fin y a la postre. Tal vez yo me estuviera volviendo susceptible, tal vez no.
Tras algunas entrevistas empecé a comprender que encontrar el dichoso trabajo no iba a resultar tan fácil como inicialmente había previsto, bueno lo que en realidad comprendí fue que sería prácticamente imposible. Con el dinero del que podía disponer no podía ni plantearme pagar el material, los derechos y sobrevivir el tiempo necesario para hacer unas oposiciones, no tenía coche ni moto para el perfil de mensajero, carecía del físico necesario para vigilante de seguridad o portero de local de diversión, me faltaba empuje para pedir, sin contar con la vergüenza ajena que el solo pensamiento me producía, y después de comer no me quedaba ni para comprar unos pañuelos de papel que vender en los semáforos. También intenté un día, armado de artilugio y cubo, la limpieza de cristales de coches. No conseguí limpiar ni uno en el tiempo en el que estuve – yo siempre he respetado la voluntad ajena y si alguien me dice que no es que no-. No fue demasiado tiempo, un par de horas, porque fui expulsado del lugar por una numerosa panda de extranjeros perfectamente organizados –limpiadores, vigilantes, transportistas y recaudadores- que en breve lapso de tiempo y con métodos en nada parecidos a los míos consiguieron una bonita cifra. Cosas del “bisnes”
Antes de darlo por imposible empecé a presentarme a cualquier trabajo que surgiera, cualquiera. Prácticamente estaba disponible por el precio de un techo y dos comidas calientes al día, pero ni así.
Si el trabajo era duro y mal pagado yo no valía porque tenían preferencia los inmigrantes ilegales cuya condición les imposibilitaba protestar ante los abusos. Si el trabajo conllevaba responsabilidad me faltaba “curriculum” en ese aspecto, si era un trabajo profesional no tenía conocimientos ni edad para empezar a aprender, si era poco cualificado con más de 27 años no daba el perfil ni tenía las ayudas a menores de esa edad. Si se ajustaba a mi experiencia, un par de veces, la discapacidad alegada por mis contrarios le proporcionaban, al contratante, ventajas fiscales que yo no podía aportar.  
Como cobrador de recibos puerta a puerta resulté demasiado joven para que la empresa accediera a los beneficios de los contratos a mayores de 50. De empleada del hogar no me cogieron por no ser mujer, de ascensorista por viejo, de bedel de una biblioteca por joven, de peón de albañil por físico,  dijeron, de empleado de oficina por no saber escribir a máquina con todos los dedos, de secretaria porque buscaban un perfil femenino, de comercial duré cuatro días, de vendedor ambulante de libros no conseguí vender ni uno, de abogado porque no lo era…. No pertenecer a ninguna minoría protegida me cerraba las puertas con más fuerza, si es que ello era posible.
Hace ya varios meses que mi miserable condición física, sin desmerecer a la psíquica, me impiden presentarme a ningún trabajo. Yo creo que en realidad ya no me apetece buscar trabajo. Me siento a determinadas horas delante de cierta tienda de comestibles, de un buen barrio y con clientela elegante, y espero a que me den algo, comida, ropa, algo de dinero, sin que yo en ningún momento lo pida explícitamente, ni haga ademán de aceptarlo ni agradecerlo. Si algún cliente, alguna vez, en un ataque equivocado de conciencia juega a interesarse por mis problemas le cuento lo primero que se me ocurra. Ni a él le interesa realmente mi vida ni a mí me importa un pito su interés.
El otro día un señorito muy atildado y untuoso me dijo con mirada misericorde que yo era un “homelesssss” como los que él había visto en sus viajes a “Níu York”. No, le contesté, yo solo soy un gilipollas a la intemperie. Y así es, duermo donde puedo y me dejan, como lo que me quieren dar y no espero nada de nadie que es la única forma de no acabar siendo un gilipollas frustrado a la intemperie.
Ayer me enteré por unas hojas de periódico con las que abrigarme que el ayuntamiento preveía entregar unas viviendas prefabricadas a personas sin hogar, así que me salté mis horas de despacho frente a la tienda y me puse en una cola larga y multiétnica. Tras un par de horas de arrastrar los pies a intervalos  entré en un cubículo donde un par de señoritas muy atareadas, tanto que no tenían tiempo para exhibir modales, “atendían” a los solicitantes. La que a mí me correspondió, que por cierto me resultaba vagamente familiar, tras leer mi solicitud con aparente interés me espetó de corrido: “El solicitante es hombre, joven, razonablemente culto, con estudios, con experiencia, en la madurez de la vida y con capacidad, si se lo propone, para enderezar su vida”(sic)
Seguro, aquella mirada, el tono de voz, la displicencia… esa sentencia demoledora, tenía que ser hija del recordado juez.
Al parecer en esta sociedad, y por intereses que se me escapan, hemos pasado de la discriminación negativa a la discriminación positiva. Solo las minorías son protegidas.
¿Y yo? ¿Quién me protege a mí? ¿Acaso para garantizar la supervivencia, para tener una oportunidad, hay que ser oso, gay, mujer, gitano, ciego, joven, viejo o toro de lidia?

 Ah¡, se me olvidaba, tampoco puedo morirme porque no tengo dinero suficiente para costear mi entierro. 

viernes, 31 de mayo de 2013

Eternidades (05-2013)

Hacía una eternidad que la última de las infinitudes se había contraído hasta desaparecer en si misma. Ni seres, ni soles, ni universos, nada existía desde hacía una eternidad.

Dios pensó durante otra breve eternidad que lo echaba de menos y empezó a trabajar la nada para que nacieran nuevas infinitudes en las que recrearse durante apenas un no instante de la eternidad. Si pudiera crear algo eterno… tal vez si se lo pidiera al Supremo, al Inalcanzable.

domingo, 28 de octubre de 2012

Un Mal Sueño


Estaba sumido en un sueño profundo, malsano. Mi cuerpo sudaba y notaba que las sábanas mojadas, adherentes, estaban enroscadas a mí, apretando mi cuerpo, pero no era capaz de moverme para retirarlas. Tenía la boca seca, maldita resaca. Me despertó un golpeteo rítmico cercano. Aún era noche cerrada. Creí que era mi corazón pero el ruido era externo a mi cuerpo. Intenté conciliar de nuevo el sueño pero el golpeteo aunque más amortiguado continuaba.  Intenté estirar el brazo para encender la luz de la mesilla pero mi mano chocó con la pared inmediatamente, no recordaba que la pared estuviera pegada a la cama. Pensé intentando ubicarme donde me había acostado en la noche anterior. En mi cama. Al estirar el otro brazo  sucedió lo mismo. Tampoco hacia arriba encontré espacio. Estaba encerrado y ya no oía nada. Observé con cuidado. No respiraba. Tenía que despertarme. Tal vez si conseguía moverme.

Me despertó un golpeteo rítmico, cercano. Aún era noche cerrada. No respiraba. Tenía que moverme. Tenía que despertarme.

Me despertó un golpeteo rítmico, cercano. No respiraba. Tenía que moverme. Tenía que despertarme.

No me movía. Tenía que despertarme.
.
Tenía que despertarme.

Que moverme y respirar.

Que respirar.

Que despertarme.

Despertarme.