Enrique siempre quiso ser
escritor, desde su más tierna infancia, desde que la memoria, la suya y la de
su madre, alcanzaban, pero siempre se encontró con la frustración de que su
sueño no pasaba de eso, de sueño. Nunca había conseguido interesar a nadie con
sus escritos, nunca había visto plasmados sus esfuerzos de horas y horas, de
líneas y líneas, de cuadernos y útiles de escritura agotados en una permanente
lucha con las musas, plasmados en algún medio escrito ajeno a su entorno
hogareño.
Enrique siempre había sido un
proyecto de escritor sin pasar de su fase potencial. Era habitual verlo por la
papelería cercana a su casa comprando nuevos cuadernos, nuevos bolígrafos,
nuevos lápices correctores para acometer los nuevos proyectos. Cientos y
cientos de cuadernos se acumulaban en las estanterías de su habitación, en
cajas llenas de polvo en el trastero que sistemáticamente veían su número
acrecentado por nuevas aportaciones que el furor pseudo creativo de Enrique
producía.
Siempre tuvo la opinión de que
cada proyecto, cada novela, cada grupo de cuentos necesitaban de un soporte
nuevo, inmaculado, que le permitiría retomar el libro cuando lo interrumpiera y
preservaría su idea inicial sin contaminarse con otros ya empezados. “Libro
nuevo, cuaderno en blanco”, solía decir Enrique cuando alguien le preguntaba.
Pero fuera por lo que fuera, por falta de inspiración, por desidia o por
disconformidad, rara vez retomaba alguno de los proyectos empezados. Y si rara
vez los retomaba nunca, nunca, jamás, había conseguido dar ninguno por
finalizado.
Bueno, eso no es del todo cierto.
Algún cuaderno lleno de palabras agrupadas en estructuras poéticas si había
recibido la calificación de terminado y había emprendido un largo e infructuoso
peregrinar por despachos de editoriales, agentes literarios y escritores
famosos accesibles. Pero esos cuadernos inevitablemente volvían a su dueño
acompañados de palabras concisas y estudiadas, o en algún caso sin palabras,
que conformaban una declaración de falta de interés por parte del remitente que
Enrique acogía sin desánimo, siempre considerando que cuando fuera famoso
aquellos que ahora rechazaban su obra vendrían a suplicarle unas páginas para
sus editoriales.
Ese era el mundo, el día a día,
de Enrique. Nunca necesitó trabajar. Nunca se planteó que en su vida cupiera
otra dedicación que la que su vocación literaria le proporcionaba. Solo dejaba
de lado sus cuadernos para cubrir sus necesidades vitales y ciudadanas o para
atender a su formación. Acudía puntualmente a cuantas tertulias podía acceder,
a la mayoría como invitado de piedra o incluso bulto sospechoso. Era asiduo de
talleres literarios, lecturas y presentaciones y en su biblioteca ajena, la
menos poblada, no faltaba ni un libro, ni una revista, que se publicara sobre
literatura en general y sobre técnicas de escritura en particular.
Enrique era un apasionado de,
desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, sobre, sobre, tras, la
literatura hasta la obsesión. De la literatura sin duda. Desde la literatura
pretendía alcanzar la fama. En la literatura estaba su razón de vivir. Entre
los literatos estaba su sitito. Hacia el olimpo literario discurría su camino.
Hasta que no lo consiguiera seguiría trabajando. Para lograr un objetivo hay
que luchar y el suyo era escribir una obra maestra que aclamarían los tiempos.
Por lograrlo estaba dispuesto a vender su alma. Según pasaba el tiempo Enrique
veía claro que se acercaba su momento de gloria literaria. Sin desánimo, sin
desmayo, sin faltar un solo día,
acometía sus obligaciones laborales. So pena de parecer fatuo su calidad
como escritor era mayor cada día que pasaba, pensaba. Sobre su éxito final no
cabía duda alguna. Tras los pasos de los grandes clásicos estaba enfocada su
carrera.
Si, hasta la obsesión. Enrique
era un escritor compulsivo. Cuando se enfrentaba a su quehacer diario, antes de
escribir la primera página, la primera letra, revisaba mentalmente las
técnicas, los consejos, repasaba por última vez algunos subrallados que a él le
parecían fundamentales y con toda esa carga de sabiduría ajena se aplicaba a la
tarea. Cada frase, cada palabra, era releída una y cien veces, releída, y
reescrita, de tal forma que cada frase acababa convirtiéndose en un objetivo en
sí misma, en una obra colosal e independiente que nunca conseguía enlazar con
la anterior ni preparar el camino para la siguiente.
Ese era el resultado final de los
escritos de Enrique, una secuencia de frases que nunca conseguían transmitir un
mensaje, un sentimiento, una historia. Un compendio ortopédico de palabras sin
otro fin que el de figurar juntas para rellenar una página de un cuaderno y ser
leídas, releídas, escritas y reescritas por la obsesión de Enrique.
Había ya entrado nuestro ínclito personaje en su quinta década
de vida cuando visitó una vez más la pequeña librería de viejo que se
encontraba un par de portales más allá
del suyo y de la que era asiduo visitante. Desde que recordaba allí
estaban la vieja librería y su no menos anciano propietario. Siempre amable,
siempre solícito, el librero estaba atento a cualquier libro que cayera en sus
manos y que supiera del interés de su cliente. En cuanto entraba por la puerta
el viejo le sonreía y le señalaba un grupo de libros amontonado en un extremo
del mostrador para que los examinara y decidiera si eran de su interés, cosa
que indefectiblemente sucedía.
El caso es que, como ya
apuntábamos, Enrique visitó una vez más la vieja librería de viejo y se dirigió
a su montón de libros como tantas veces. Y, como tantas veces, comprobó que
eran de su interés y que no había, como siempre sucedía, ninguno que ya
estuviera en sus estanterías.
Pero esta vez, entre los libros,
había un cuaderno. Un cuaderno especial, encuadernado lujosamente, de páginas
inmaculadas que produjeron en Enrique un inmediato, un repentino, un furioso
efecto creativo.
-
¿Y este cuaderno?
-
No lo sé. Vino entre los libros de una
biblioteca particular que adquirí el otro día
-
Parece que nunca se haya usado
-
Por eso te lo aparté con los libros. Ya sé que
te gusta usar cuadernos nuevos para tus escritos y este me pareció que se
podría ajustar a tus exigencias
-
Es realmente bonito y digno de contener una obra
maestra
-
Bueno, pues quédatelo. Este te lo regalo yo. No
en vano eres uno de mis clientes más fieles.
Enrique salió de la vieja
librería con su carga de libros y con la sensación, con la ansiedad, de que
tenía que ponerse de inmediato a escribir en aquel cuaderno. Que aquel cuaderno
había llegado a sus manos porque había llegado su hora. Su hora de escribir la
obra maestra que sería el pasmo del mundo literario que hasta entonces tan
injustamente lo había esquivado. De la fama, del reconocimiento, de los premios
y homenajes.
Tal era su necesidad que olvidó,
por primera vez en su vida, ir a la papelería, ir a una tertulia y una
presentación de un libro de un importante colega en el Ateneo. Enrique volvió
sobre sus pasos, entró en su casa, abandonó en una mesa los libros adquiridos
y, con el cuaderno en las manos, se dirigió a su mesa de escribir. Retiró de
ella el cuaderno en el que había estado trabajando, cogió el bolígrafo, no uno
nuevo como era habitual, si no el que tenía a mano, y sin pensar, sin
encomendarse a dios ni al diablo, empezó a escribir como no había hecho en su
vida, poniendo el alma en cada palabra, sin tiempo de releer, sin tocar el
lápiz corrector. Pasaron horas, pasaron días, semanas e incluso algún mes, sin
que Enrique levantara la cabeza del cuaderno más que para atender a las
necesidades básicas de su cuerpo. Alguna vez se detenía brevemente para repasar
alguna frase, algún pasaje, y entonces entendía claramente, con rigor, el por
qué lo escrito hasta por él entonces nunca había despertado el interés de
nadie. Y ese reconocimiento, esa sensación de que ahora sí, lo sumía de nuevo
en el éxtasis narrativo.
Pasó, como ya dijimos, algún mes
antes de que Enrique, para su pasmo y deleite, se diera cuenta de que
coincidiendo con la última página del cuaderno había concluido su obra. Por
primera vez una obra suya se había acabado. Y se había acabado sin abandonos,
sin correcciones, sin consultas técnicas y sin interrupciones. Emocionado, y
seguro de su calidad, se vistió y con su recién acabada creación se dirigió a
la librería de viejo porque consideró que era justo que el viejo librero cuyo
regalo había servido de soporte para el dichoso parto fuera el primero en
saberlo, y si lo deseaba, en leer la narración.
Con consternación, con una pena
indefinible, Enrique se encontró la librería cerrada con un cartelito escueto,
escrito a mano: “Por defunción”.
Con el alma encogida pero con la
dicha intacta subió de nuevo las escaleras de su casa y cogió la lista
inacabable de editores y agentes para seleccionar aquel que recibiría
inopinadamente la obra más importante que hubiera leído en su vida. Seleccionó
finalmente uno, uno de los más importantes y sacó de uno de los cajones un
sobre de los de gran formato que utilizaba para sus envíos. Metió con mimo el
cuaderno en el sobre y a continuación, con delectación, con un entusiasmo
infantil, empezó a imaginar su discurso recogiendo el Nobel que tan merecido
tenía al tiempo que empezaba a escribir la dirección del afortunado editor
Algunos días más tarde los
familiares más cercanos de Enrique, preocupados por la falta de noticias,
accedieron a su piso y los encontraron sentado en su mesa de escritorio,
sonriente, como en éxtasis y muerto. Junto a sus manos un sobre en el que
figuraban las primeras letras de un nombre y que contenía un cuaderno
primorosa, lujosamente encuadernado, en blanco. Ninguna de sus muchas páginas
tenía ni la más mínima mancha, ni el más nimio carácter, ni la más leve sombra
de uso.
-¿Y este
cuaderno? – Le preguntó Antonio al viejo librero de viejo que desde hacía
tantos años frecuentaba.
-No lo sé.
Vino entre los libros de una biblioteca particular que adquirí el otro día
-Parece que
nunca se haya usado.
Antonio sintió ante el cuaderno
en blanco el halito de la fama, del triunfo que lo llamaba.