Gabriel Pérez Encinas era un
brillante ingeniero. Joven, con talento, con entusiasmo, no permitía que
ninguna dificultad impidiera el logro de una meta una vez marcada como tal. Tal
vez fue esta misma capacidad la que le llevó al primero, al más sonado de sus
fracasos.
Había alcanzado ya los últimos
años de la treintena cuando Gabriel, henchido de solidaridad y de convicción
personal, decidió acometer el acto más generoso, más profesional y más
ambicioso de su carrera: dotar de agua corriente a algunos pueblos del África
profunda.
Estudió inicialmente donde
desarrollar su brillante plan y tras varios descartes eligió el distrito de
Meatu en Tanzania. Sin acuíferos de superficie pero con abundante agua
subterránea según los estudios que obraban en su poder, diseñó el sistema ideal
para su explotación, y armado de planos y clarividencia se puso en camino.
Contar las peripecias y
vicisitudes de nuestro insigne, y entusiasta ingeniero, requeriría de una
extensión narrativa inadecuada. Quedémonos conque Gabriel volvió al cabo de
siete semanas agotado, indignado y, así lo consideraba él, víctima de un
fracaso solo achacable a la desidia, al bajísimo nivel de inteligencia y al
desprecio hacia su persona que exhibieron los habitantes del lugar.
Solo al cabo de algunos años su
íntimo amigo Luis Ruiz y Sañudo consiguió, a raíz de un artículo en el
periódico sobre la sed en el continente africano, un atisbo de lo que en esas
siete aciagas semanas había vivido el preclaro Gabriel: “Fíjate Luís que en
todo ese tiempo no conseguí que nadie se interesara por los planos, que nadie
quisiera ponerse a trabajar a pesar de que yo les explicaba que iban a
conseguir agua en sus chozas, y ya no tendrían que excavar más agujeros, ni
desplazarse para buscar los puntos de afloramiento, ni…, unos salvajes. Se
tienen merecido lo que les pasa”, acabó estallando Gabriel lleno de justa
indignación y de desprecio absoluto.
Lo que se averiguó más tarde,
Gabriel ya había fallecido, fue algo que él nunca había explicado, seguramente
porque nunca reparó en ello:
-
Gabriel solo hablaba español e inglés
-
Ningún nativo de aquella zona y época sabía
hablar ninguno de estos dos idiomas.
-
Los planos de Gabriel, perfectos como ingeniero,
eran absolutamente ininterpretables para los nativos que no tenían ninguna
preparación técnica.
- No llegó en ningún momento a contactar con
ninguna autoridad local que pudiera respaldar el proyecto, ni siquiera con el
jefe tribal.
-
Todos en el lugar recuerdan a aquel señor que
hacía agujeros en el suelo y les hablaba
a gritos y con grandes aspavientos, e incluso conservan con mucho mimo alguno
de los planos que Gabriel abandonó a su marcha.
- Todos los nativos comentan que siempre fueron
muy respetuosos y amables con el extranjero como demandan sus costumbres,
siempre le sonreían y asentían a sus palabras. Nunca le faltó comida ni un
lugar en el que alojarse. Incluso, al parecer, tampoco tuvo otro tipo de
carencias, pero nunca supieron que era lo que intentaba contarles.
Gabriel hijo, al que pertenecen
la mayor parte de estas averiguaciones posteriores, lo resumía muy bien en una
conferencia que dio en un homenaje del colegio de ingenieros a la brillante
trayectoria de su padre.
“El único fracaso de mi padre, si
se puede considerar como tal, consistió en no saber analizar, en ignorar, las
causas del mismo para poder ponerle remedio y convertirlo en el broche de oro
de su faceta más humana. Nunca admitió, nunca asumió, que en aquel momento
preciso, en aquel lugar perdido, ni su razón ni su conocimiento valían de nada
porque no disponía de la capacidad para comunicarlos. Y de esa incomunicación
nació su convicción de la desidia y desinterés de sus pretendidos beneficiados.
Yo resumiría que el fracaso de mi padre fue más como explorador, como pionero,
que como ingeniero o persona”.
En una posterior entrevista de la
revista del Colegio remachaba con estas palabras: “Efectivamente, de nada sirve tener la razón o el
conocimiento si no sabemos trasmitirlo. De nada sirve tener la razón o el
conocimiento si ante el fracaso de su trasmisión consideramos que la culpa es
de los que se niegan a recibirlo sin analizar si los canales o los medios de
los que nos hemos valido son los adecuados. Se lo digo como hijo, pero sobre
todo como docente”