Tribulaciones de un normal (1997)
Habitualmente no soy muy dado a
quejarme. Considero que, sin que se pueda olvidar el factor suerte y dentro de
unos límites, cada uno tiene lo que se ha buscado. Al menos así debería de ser
en un mundo en el que imperase la igualdad de oportunidades. Me considero un
tipo normal y ahí reside el origen de mis desgracias.
Todo el mundo pasa durante su
vida por rachas buenas y malas. Yo he pasado la mayor parte de la mía siendo
una persona levemente afortunada. Tenía trabajo, familia paternal, familia
conyugal, bastantes amigos y una situación social media.
Sin que concurrieran motivos
aparentes fue cumplir los cuarenta y empezar a ir todo de cabeza. La empresa en
la que trabajaba quebró de la noche a la mañana y yo me encontré en la calle,
sin indemnización alguna –en el fondo de garantía salarial me garantizaron que
no habría forma de cobrar nada- y con un paro sobre el sueldo mínimo que la
empresa cotizaba por mí. Como si esta situación fuera el banderazo de salida
todo empezó a ir mal. Los problemas económicos hicieron mella en mi familia
conyugal hasta acabar con ella en una palmaria demostración de que el amor, al
igual que la mayor parte de las amistades, precisa de un fuerte cimiento
económico. Mi familia paternal tampoco ayudó mucho, la verdad, y lo único que
aportó al momento fueron recriminaciones sobre mi falta de previsión en los
tiempos de bonanza. Lo de la hormiga con la cigarra fue bastante más
considerado que lo de mis padres conmigo. Sin duda lo mejor fue lo de los pocos
amigos que de verdad estaban allí en esos momentos y aún alguno me invita a
comer a su casa de vez en cuando.
Por supuesto la ruptura conyugal
llevó aparejadas la expulsión de mi hogar y una condena a pagar una manutención
para mis hijos porque, según el juez, el que mi ex mujer ganara un sueldo
considerable no era óbice para que yo, como hombre, como varón vamos, tuviera
la obligación de contribuir al sostenimiento de mi familia, y la obligación de
ceder el domicilio familiar, y la custodia de mis hijos, y afortunadamente nada
más porque la vida la necesitaba para seguir haciendo el canelo. El hecho de
que de mi subsidio de desempleo solo quedaran
doscientos euros el día de cobro no parecía hacer mella en el juicio de
tan docto varón:
“El demandado es hombre, joven,
razonablemente culto, con estudios, con experiencia, en la madurez de la vida y
con capacidad, si se lo propone, para enderezar su vida” (sic)
Todos los días de cobro cuando
recogía mis 197,38 euros lo recordaba, a él y a varias generaciones de su
familia.
Cuando salí de mi ya antiguo
hogar mis padres me acogieron temporalmente en el suyo, aportando, eso sí,
ciento veinte euros de mi escaso pecunio porque : “bonito estaría que un hombre
hecho y derecho viviera a costa de sus padres”, comiéndose lo poquito que
tenían. Esa visión, para mí grotesca, de las cosas y el continuo y descarnado
reproche por mi situación me llevaron un día a no soportar más la convivencia y
cerrar tras de mí, de un portazo, la única puerta con techo que me quedaba.
Sinceramente, por aquel entonces yo aún estaba convencido de que podría
encontrar un trabajo en un tiempo razonable.
Era lector asiduo de las hojas de
empleo de los periódicos. En los primeros días las leía en algún bar o café
donde simulaba hojear sin especial interés la totalidad del diario y
desestimarlo con cierta displicencia final como si no hubiera nada realmente interesante,
pero el deterioro de mi ropa pronto me hizo excesivamente visible al entrar y
notaba la mirada continua y suspicaz del camarero de turno, e incluso de
ciertos parroquianos, sobre mi persona que hacían que me sintiera diferente,
especial, vigilado al fin y a la postre. Tal vez yo me estuviera volviendo
susceptible, tal vez no.
Tras algunas entrevistas empecé a
comprender que encontrar el dichoso trabajo no iba a resultar tan fácil como
inicialmente había previsto, bueno lo que en realidad comprendí fue que sería prácticamente
imposible. Con el dinero del que podía disponer no podía ni plantearme pagar el
material, los derechos y sobrevivir el tiempo necesario para hacer unas
oposiciones, no tenía coche ni moto para el perfil de mensajero, carecía del
físico necesario para vigilante de seguridad o portero de local de diversión,
me faltaba empuje para pedir, sin contar con la vergüenza ajena que el solo
pensamiento me producía, y después de comer no me quedaba ni para comprar unos
pañuelos de papel que vender en los semáforos. También intenté un día, armado
de artilugio y cubo, la limpieza de cristales de coches. No conseguí limpiar ni
uno en el tiempo en el que estuve – yo siempre he respetado la voluntad ajena y
si alguien me dice que no es que no-. No fue demasiado tiempo, un par de horas,
porque fui expulsado del lugar por una numerosa panda de extranjeros
perfectamente organizados –limpiadores, vigilantes, transportistas y
recaudadores- que en breve lapso de tiempo y con métodos en nada parecidos a
los míos consiguieron una bonita cifra. Cosas del “bisnes”
Antes de darlo por imposible
empecé a presentarme a cualquier trabajo que surgiera, cualquiera. Prácticamente
estaba disponible por el precio de un techo y dos comidas calientes al día,
pero ni así.
Si el trabajo era duro y mal
pagado yo no valía porque tenían preferencia los inmigrantes ilegales cuya
condición les imposibilitaba protestar ante los abusos. Si el trabajo
conllevaba responsabilidad me faltaba “curriculum” en ese aspecto, si era un
trabajo profesional no tenía conocimientos ni edad para empezar a aprender, si
era poco cualificado con más de 27 años no daba el perfil ni tenía las ayudas a
menores de esa edad. Si se ajustaba a mi experiencia, un par de veces, la
discapacidad alegada por mis contrarios le proporcionaban, al contratante,
ventajas fiscales que yo no podía aportar.
Como cobrador de recibos puerta a
puerta resulté demasiado joven para que la empresa accediera a los beneficios
de los contratos a mayores de 50. De empleada del hogar no me cogieron por no
ser mujer, de ascensorista por viejo, de bedel de una biblioteca por joven, de
peón de albañil por físico, dijeron, de
empleado de oficina por no saber escribir a máquina con todos los dedos, de
secretaria porque buscaban un perfil femenino, de comercial duré cuatro días,
de vendedor ambulante de libros no conseguí vender ni uno, de abogado porque no
lo era…. No pertenecer a ninguna minoría protegida me cerraba las puertas con
más fuerza, si es que ello era posible.
Hace ya varios meses que mi
miserable condición física, sin desmerecer a la psíquica, me impiden
presentarme a ningún trabajo. Yo creo que en realidad ya no me apetece buscar
trabajo. Me siento a determinadas horas delante de cierta tienda de comestibles,
de un buen barrio y con clientela elegante, y espero a que me den algo, comida,
ropa, algo de dinero, sin que yo en ningún momento lo pida explícitamente, ni
haga ademán de aceptarlo ni agradecerlo. Si algún cliente, alguna vez, en un
ataque equivocado de conciencia juega a interesarse por mis problemas le cuento
lo primero que se me ocurra. Ni a él le interesa realmente mi vida ni a mí me
importa un pito su interés.
El otro día un señorito muy
atildado y untuoso me dijo con mirada misericorde que yo era un “homelesssss” como
los que él había visto en sus viajes a “Níu York”. No, le contesté, yo solo soy
un gilipollas a la intemperie. Y así es, duermo donde puedo y me dejan, como lo
que me quieren dar y no espero nada de nadie que es la única forma de no acabar
siendo un gilipollas frustrado a la intemperie.
Ayer me enteré por unas hojas de
periódico con las que abrigarme que el ayuntamiento preveía entregar unas
viviendas prefabricadas a personas sin hogar, así que me salté mis horas de despacho
frente a la tienda y me puse en una cola larga y multiétnica. Tras un par de
horas de arrastrar los pies a intervalos entré en un cubículo donde un par de señoritas
muy atareadas, tanto que no tenían tiempo para exhibir modales, “atendían” a
los solicitantes. La que a mí me correspondió, que por cierto me resultaba
vagamente familiar, tras leer mi solicitud con aparente interés me espetó de
corrido: “El solicitante es hombre, joven, razonablemente culto, con estudios,
con experiencia, en la madurez de la vida y con capacidad, si se lo propone,
para enderezar su vida”(sic)
Seguro, aquella mirada, el tono
de voz, la displicencia… esa sentencia demoledora, tenía que ser hija del
recordado juez.
Al parecer en esta sociedad, y
por intereses que se me escapan, hemos pasado de la discriminación negativa a
la discriminación positiva. Solo las minorías son protegidas.
¿Y yo? ¿Quién me protege a mí? ¿Acaso
para garantizar la supervivencia, para tener una oportunidad, hay que ser oso,
gay, mujer, gitano, ciego, joven, viejo o toro de lidia?
Ah¡, se me olvidaba, tampoco puedo morirme
porque no tengo dinero suficiente para costear mi entierro.
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