Los días de agosto se suelen caracterizar en Madrid por el
calor y la posibilidad de realizar ciertas actividades sin necesidad de
sumergirse en un maremagnun de semejantes con la misma idea dispuestos a
aguantar interminables colas para acceder a sus aspiraciones.
Eran ,mas o menos, las once de la
mañana cuando llegué al estanque del Retiro, y al ver el agua calma,, la poca
gente que se guarecía a la sombra de los
árboles, y el escaso número de barcas que intentaban darse un aire marinero
tripuladas por intrépidos padres marineros de familia, o novios dispuestos a
asombrar con su pericia remera, decidí embarcarme en la aventura de buscar una
sombra a la orilla y dormitar durante una hora con la sensación refrescante del
agua al alcance de la mano.
Así estaba. Tumbado en el banco
corrido de la parte trasera de la barca, sin camisa, los pies puestos en el
banco central, la cabeza echada hacia atrás y la mano derecha sumergida en el
agua. Ya llevaba un rato en el que notaba pequeños pellizcos en las puntas de
los dedos y con gran pereza entreabrí los ojos y contemplé como las carpas,
pequeñas, y los ciprinos se arremolinaban alrededor de mi mano y me daban
pequeños chupetones. En un momento en que vi acercarse una carpa de un tamaño
un poco mayor, removí perezosamente la mano y el intruso se alejó. Volví a
trasponerme.
Un chapoteo cercano me devolvió a
la consciencia. Otra barca se acercaba a la mía. Con lo grande que es el
estanque aquel patoso tenía que venir justo a donde yo estaba.
Fue inevitable que me fijara en
el personaje. Mayor, mas de setenta, la cara surcada de arrugas y una barba a
medio afeitar, blanca, irregular. Una pipa le colgaba del lado derecho de la
boca. Vestía una camisa blanca de franela, le faltaba un botón, iba a medio
remeter en unos pantalones de paño oscuro con brillos producidos por el uso
reiterado y algún vestigio de salitre cerca de las costuras, que caían con
desgana por las piernas del personaje hasta integrarse en unas clásicas botas
de agua. Remaba de pie sobre el bote y de cara al sentido del desplazamiento,
tal como lo hacen los marinos expertos.
Dado el entorno en el que se me
presentaba me pareció una caricatura de marinero, un cruce entre Popeye y el
capitán Ahab pescando su ballena blanca en una bañera. Sin moverme, esperé
indolentemente la llegada de la visión hasta mi. Vino directamente, sin ningún
titubeo.
-
¿Sabes en que fecha se celebra el carnaval de las
aguas?
Es difícil saber si llegué a
mover algún músculo de mi cuerpo, no se siquiera si alguna neurona emitió
alguna señal encaminada a responder a la pregunta.¿ Se podía responder algo?.
Sin perderme la cara ni los ojos
durante un solo instante remó un par de golpes hacia atrás, alejándose de mí.
Cuando empezaba a pensar que se
alejaría tal como había venido, rapidamente, se paró un momento, lanzó una
risotada de cuento de taberna marinera y levantado la mano izquierda, ahora
claramente rematada en una mano metálica, articulada, volvió a hablarme.
-
Pues fíate de los peces de colores.
Mi mano saltó, literalmente, del
agua justo en el momento en que una carpa de tamaño desmesurado hacía chascar
sus mandíbulas en el sitio en el que hacía un momento estaban mis dedos, una
inmensa y triangular aleta parecía querer abrirse paso en el lomo del inocente
pez y, estoy convencido, había una costura o cremallera en el costado de la
carpa, justo junto a las agallas. Ahora yo también se en que fecha se celebra
el carnaval de las aguas y no volveré a fiarme de los peces de colores, ni de
los del acuario de mi tía.
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