domingo, 9 de septiembre de 2012

La Ciudad (1974)


Y al instante siguiente estaba en la ciudad. Tal vez justo antes de sentir un vértigo, una caída, no se, tal vez algún tipo de sensación de traslado.

La primera percepción pertenece ya a mi estancia en el lugar. Está formada por casa con aspecto de decorado, sin una presencia demasiado real para mis sentidos. Me deslicé por la calle en que me encontraba, solitaria, siempre solitaria, en todo mi recorrido, hasta que llegué a un edificio encima de cuya puerta había un letrero que ponía  C A S A    C O N S I S T O R I A L. Era el único edificio no plano, la única construcción con visos de realidad que había encontrado hasta aquel momento. Fué entonces cuando me di cuenta de que a pesar de que la distancia recorrida en mi marcha, nunca paseo, no era pequeña no había encontrado , o mejor, no había visto ninguna bifurcación ni cruce que rompiera la continuidad del decorado.

A los lados del edificio que cortaba sin solución de continuidad la calle por la que me había movido hasta entonces, como una compensación, mas que como una necesidad u obligación, se abrían sendas calles en sentido perpendicular, aunque no estrictamente perpendicular a pesar de la carencia de perspectiva, al de la dirección de esta.

No hubo indecisión por elegir el camino a seguir, tomé de forma natural, como si me dirigiese a algún lugar concreto y perfectamente reconocido por mi, como si fuese un lugareño, la calle que salía a mano izquierda según se miraba al edificio de frente.

El aspecto de las construcciones había tomado ya un carácter de realidad, pudiendo afirmar que eran de piedra, aunque ahora la impresión era de oquedad, como si dentro de ellas no hubiera pisos ni paredes, si no simplemente vacío, sin atreverme a decir que fuera Nada, algo semejante al vacío que uno imagina en el espacio, y me percaté de que en ninguna de ellas había ventanas ni aberturas de ninguna clase, aunque tal vez si tuvieran puertas.


No recuerdo de forma excesivamente clara mi andadura por la calle. Pudieron se horas, tal vez segundos -el tiempo no tiene un sentido cronológico- lo que transcurrió hasta que me encontré de nuevo ante la edificación del cartel, que aunque estoy seguro de que era la misma, su sentido, el del cartel me pareció entonces mas el de Ayuntamiento que el de Casa Consistorial, de lo que deduzco que a pesar de que leía el cartel con fluidez, el lenguaje, la estructura o las letras, quizás todo el conjunto, no pertenecían a mi idioma natural, tal vez a ninguno conocido. Tal vez lo que entonces veía mas que letras fuera un ideograma.

El hecho es que tampoco esta vez, a pesar de haber recorrido en su totalidad la calle, recordara haber visto ninguna bifurcación, ningún cruce, hasta encontrarme de nuevo delante del edificio, me produjo una leve sensación de intranquilidad, por el momento pasajera.

Puesto de nuevo ante el dilema de elegir camino, dilema que en realidad no existió, cogí de forma natural el de la derecha.

Tampoco varió mucho en este nuevo recorrido el aspecto de las edificaciones, aunque si el de las sensaciones. Lo que hasta ese momento se había desarrollado como un periplo turístico por un pueblo desconocido, dio paso a una leve inquietud, aún no identificada como tal, que se asentaba en el estomago en forma de ligero cosquilleo.

No hubo desviaciones ni cruces en el camino y sin embargo, por tercera vez, me encontré frente al edificio de siempre, y que era mi único punto de referencia. Empecé a pensar que hubiera no solo varios edificios iguales, si no también caminos distribuidos de tal forma que fuera imposible todo punto distinguir a uno del otro, una especie de red incomprensible de caminos iguales y edificios iguales que llevaban al visitante a encontrarse siempre el lugares que aunque distintos eran iguales. pero en mi interior tenía la certeza de que me encontraba en una ciudad, rara, inquietante, y no en un laberinto.


Fué esta la primera vez en que me fijé un poco en él. Su pared encalada, en algún lugar de la fachada el letrero hecho de madera y con los caracteres en pintura roja. Sus puertas estaban abiertas, o para expresarlo mas correctamente, no tenía puertas, aunque si las tuviera no importaría si estaban abiertas o cerradas, no se podía pasar. No era una sensación mental si no física, como si el hueco de puerta no fuera mas que una plancha de pintura negra extendida con animo de confundir a quien llegara ante ella, y detrás, al otro lado de la imposibilidad, solo hubiera piedra maciza. Tampoco había ventanas, aunque tenían rejas. A pesar de todo, en su aspecto dominaba mas la placidez que la opresión o el miedo. Todo era extraño, aunque no terrorífico. También por primera vez me di cuenta de que a pesar de que el suelo era duro, no de asfalto, ni de piedra, ni de ningún material reconocible, y yo llevaba calzado con suela dura, no se había producido ni el mas leve roce o ruido en mi caminar, que nunca paseo, por la calle, o por las calles, ya que en ese momento no sabía a ciencia cierta cual era la verdad.

Me empezó a invadir, mientras lo contemplaba -al edificio -, unas vagas ansias de buscar una salida, así como un leve impulso de ponerme a correr, tanto las unas como el otro fácilmente controlables. Decidí no moverme de ese lugar hasta que tuviera una razón valida para hacerlo, y observar mientras tanto lo que me rodeaba.

La luz no había variado su intensidad desde la primera impresión valida, y los edificios de ambos lados, así como los que cortaban la calle, proyectaban sombras hacia esta. A pesar de todo la calle no se hallaba en penumbra, ni siquiera en los lindes con los edificios, si no que su claridad era intensa, como una superposición de luz clara sobre luz sombría.

Al lado del ayuntamiento había una panadería, un edificio de, aproximadamente, un metro menos de alto que este, y al lado izquierdo un establo que tenía la misma altura que la panadería, aunque era algo mas ancho. El porqué de que yo supiera que estos edificios eran un establo y una panadería es algo que no sé, ni conocí ninguna actividad , señal o cartel que los identificaran como tales, pero tengo la absoluta certeza de que lo eran.


Ahora parado y en posición de observador, podía observar que el silencio no era absoluto, aunque nunca me pareció que lo fuese, si no que existía una suerte de vibración sonora en el ambiente que se podría definir como un silbido mas que como un chirrido.

Había, también, un vago olor a humedad, o, mas exactamente, a tierra mojada, aunque no había visto mas material que los que componían el suelo y las paredes de las construcciones, renuncio a llamarles casas, que a pesar de ser de piedra, estas parecían estar apiladas sin mas ligazón que su propio peso.

El tiempo, concepto sumamente extraño para aplicar a este lugar en el que no había variaciones aparente aparte de mis recorridos, era además de una dimensión física -las edificaciones parecían existir desde siempre, aunque no para siempre- inmensurable, no tanto por su, digamos, transcurso, como por su falta de entidad definida, una constante del paisaje, un elemento mas de la textura del paisaje. Te movías con el tiempo, viajabas en el tiempo, en una burbuja de instante que se desplazaba al mismo ritmo que tu.

Decidí entonces, ya que el tomar las calles laterales me conducía invariablemente al mismo lugar, hacer el recorrido en sentido inverso al que hasta ahora había seguido. Dejé a mis espaldas el edificio y me puse de nuevo a caminar. A pesar de que en ningún momento me había parecido que las calles describieran ningún tipo de curva, ni siquiera en ese mismo momento, volví a aparecer frente al edificio. No por alguno de sus lados, si no frente a él. Era el eterno retorno al mismo lugar, no importaba que camino se escogiese ni a donde se quisiera ir.

La sensación de inquietud dejó de ser vaga y fácilmente controlable, aunque tampoco era tan intensa que llegara a dominarme. Digamos que el cosquilleo se convirtió en un suave vértigo.


A pesar de que seguía sin sentirme amenazado, consideré oportuno salir de allí cuanto antes. No era una decisión dictada por ningún tipo de urgencia personal, era más parecida a la decisión que se toma un domingo por la tarde tirado en el sofá de levantarse y hacer algo. Sabía con certeza que hiciera lo que hiciese me encontraría siempre ante la edificación, pero tenía, al menos, que intentarlo.

Para que el intento tuviera alguna posibilidad era fundamental entender las ciudad, entender el como de las calles y, sobre todo, el hacia donde.

Mientras pensaba, de una forma inconsciente, me puse a caminar de nuevo, y no me dí cuente de ello hasta que alcé la mirada y no vi el edificio por ninguna parte. Como no sabía la cantidad de camino recorrido seguí hacia adelante, esperando encontrar de nuevo el edificio frente a mi. De repente todo mi ser se tensó, el corazón me dió un vuelco. No mucho más adelante de donde me encontraba se podía distinguir claramente una bifurcación o ensanche. Fuera lo que fuera era una perspectiva totalmente nueva, y por lo tanto, una perspectiva llena de esperanzas.

Volé mas que corrí hacia allí, y cuando llegué me dí cuenta de que de nuevo estaba ante la edificación, aunque esta vez había salido por la calle de la derecha, junto a la panadería. Intentar explicar como me sentía sería punto menos que imposible, como lo es enumerar todas las sensaciones contradictorias que me embargaron.

Por un momento temí haberme vuelto loco, ya que el torrente de emociones que se había desatado en mi interior al ver aquel punto ignoto de la ciudad, y su total frustración, habían afectado a mi mente, hasta tal punto que me parecía ver una sonrisa aviesa donde no había mas que una pared imperturbable.

Me sentí sumido en tal estado de postración que consideré que la única posibilidad, no se si de sobrevivir física y mentalmente, era aclarar mis ideas, dejar de deambular de forma arbitraria y conseguir trazar un plan, y  evitar nuevas frustraciones. Con tal fin me senté y me di cuenta, por primera vez, de que me hallaba al borde de la extenuación. Por muy poco que fuera el desgaste físico -cosa imposible de evaluar-, el desgaste mental era insoportable. Me dejé caer sobre un costado y me dormí prácticamente al instante. Y soñé, soñé con todo aquello que no podía alcanzar en ese momento y que yo creía que me había sido arrebatado, espacios abiertos, lugares irrepetibles.

No sentí ninguna sensación extraña en el momento de despertarme. Fué un despertar lento y suave, como el despertar en la playa, en el que todo se acerca lentamente, en el que el sueño se acaba antes de abrir los ojos, y te recreas en la luz que atraviesa los párpados cerrados. Tal vez mi mente esperara encontrar el mundo cotidiano cuando se abrieran los ojos, que todo hubiera sido un sueño. No fué así y lo primero que enfocaron mis ojos fué la omnipresente edificación. Lo que también aprecié fue un cambio, sutil, pero un cambio. Mas allá de sus paredes se apreciaba movimiento. Quizás no fuese exactamente movimiento, si no una variación en el sonido ambiental. Era algo muy sutil y lento, pero era algo al fin y al cabo. Desde mi posición, todavía sentada, vi por primera vez que la construcción estaba rematada por un adorno, como el de la mayoría de los edificios con su función, en el que se incrustaba un reloj que marcaba una hora cualquiera y totalmente carente de sentido.

Algo llamó entonces mi atención que se desvió inmediatamente hacia el lugar donde me había parecido apreciar la variación. A pesar de que a simple vista no conseguía distinguir nada en aquel lugar, mis ojos siguieron fijos, intentando captar de nuevo ese algo que se negaba a impresionar mi retina.

Después de transcurrido algún tiempo, sigo usando la palabra tiempo como acomodo para poder explicarme, descubrí algo similar a un vago contorno, de casi el mismo color que la penumbra que se formaba en el limite entre los edificios y la calle.

Me levanté lentamente, con esa mesura en movimientos del cazador al acecho de su presa para evitar espantarla, y vi como, con la misma velocidad de mi movimiento, el contorno se desplegaba. Me acerqué, lentamente al principio, mas deprisa según transcurría el movimiento hasta acabar en una carrera desenfrenada. En ningún momento conseguí que la distancia que me separaba del contorno se redujera en lo mas mínimo. Cuando, jadeante y exhausto, cejé en la persecución, en el mismo exacto instante y con la misma desaceleración en sus movimientos, él también se detuvo.

Creo que fué entonces cuando desde lo mas profundo de mi interior, como una necesidad y una liberación, surgió la risa. Una risa compulsiva y nerviosa, al borde del histerismo. Hacía muchos años, desde que era pequeño, que no había perseguido mi sombra, y ni siquiera aún entonces, con ese ansía que había desplegado en la carrera en su pos. Solo las circunstancias, esa angustia que se estaba apoderando de mi, justificaban la vuelta a uno de los juegos mas infantiles. Cuando niño descubres el mundo, y yo me estaba enfrentando al descubrimiento de una realidad extraña a la mía cotidiana. Me quedaba la tranquilidad de pensar que si este mundo tenía sombras era real. Pero, era mía la sombra? Que foco de luz existía para provocar mi sombra en aquel ángulo? Por que mi sombra no surgía de mi figura , si no algo mas allá? Por que mi sombra era mas pequeña que yo, cuando debía de ser alargada? Acaso los valores físicos eran distintos en esta realidad? Las preguntas se agolpaban de repente en mi cabeza, y cada pregunta generaba a su vez mas preguntas, sin que, de momento, se me ocurriera ninguna respuesta.

Para aliviar la tensión, me volví y comencé a caminar dando la espalda a la edificación. Ya no le daba realmente importancia a la dirección que pudiera seguir en mi deambular, el destino estaba, como las cartas con trampa, marcado. Incluso, me volví para comentarlo con mi sombra, reconociéndola como única compañera y destinataria de las primeras palabras dichas en voz alta desde que llegué.

Según me volvía mientras hablaba me dí cuenta de que mi sombra no me había seguido. Enmudecí. Estaba mas lejos. Parecía no haberse desplazado desde el momento en que yo me había puesto a caminar. Pero eso no era todo. Mi sombra parecía haber abandonado el mundo de las sombras y semejaba tener un relieve, difuso, del que toda sombra carece.

Tampoco esta vez enloquecí. No grité, no corrí ni me desplomé.

Lo pensé mucho antes de decidirme a dar la vuelta y caminar hacia ello, fuese lo que fuese. Estaba convencido, después de la experiencia anterior, de que en el momento en que intentase acercarme aquello se movería también.

Di un paso largo y lento. No se movió. Y después otro y otro más, y tampoco se movió. Cada vez con mayor resolución, e intentando aparentar una calma y normalidad que me eran ajenas, caminé hacia ello, acercándome a ello sin que se moviera, y cuando llegué a la altura del lugar en el que me había dado la vuelta, empezó a moverse de nuevo. Me paré inmediatamente y me tiré al suelo. Tal vez pensaba que al tirarme al suelo demostraba mi deseo de no invadirlo, de transgredir sus normas, si las tenía. Vi como aquello se plegaba al tiempo que yo me acercaba al suelo. Aguardé unos instantes sin que pudiera apreciar ningún movimiento. Intenté, con la mayor suavidad posible, acercarme reptando. Se movió. Me senté. Me senté y lloré con desesperación.

Cuando al fin conseguí tranquilizarme, solo un poco, se habían producido nuevos cambios en aquello, la sombra había adquirido volumen, aparentaba una consistencia que antes no le había apreciado, parecía seguir una evolución semejante a la de las edificaciones, pero mas rápida, menos sutil.

Parecía un habito, burdo, marrón, de monje medieval. Lo que debía de ser una capucha se asentaba sobre una gran cantidad de pliegues. En realidad solo los pliegues parecían ser el sostén de la capucha a una cierta altura del suelo. Eran tantos que en realidad parecían las dobleces que se realizan para guardar un ropón, como si no tuvieran nada en su interior. Solo la capucha parecía tener un cierto hálito de vida, una independencia respecto al resto del ropaje.

Me levanté de nuevo. El habito se desplegó. Medía algo más de un metro de alto y parecía suspendido de una cuerda, como una marioneta, pero el marionetista no conseguía desplegar totalmente la figura y el habito seguía amontonándose en pliegues sobre el suelo. La capucha se lanzaba hacia el frente haciendo imposible distinguir ningún tipo de rasgo. En realidad parecía una capucha que cubriera a un ser invisible. Todo era sombra. Tampoco se apreciaban manos, pies, ni ningún tipo de parte del ser, salvo que el habito fuera el ser.

Y de nuevo intenté alcanzarlo. Lentamente ahora. Como en un combate de luchas primitivas yo giraba a su alrededor intentando al tiempo mantener la distancia y comprobar si al dar un paso hacia el se alejaba. El permanecía absolutamente inmóvil. Solo cuando yo intentaba avanzar me parecía apreciar una suerte de vibración que me llevaba a retroceder inmediatamente. No llegaba a ser un movimiento. Ni siquiera giraba la capucha, pero yo me encontraba siempre frente a ella.
Ni siquiera llegué a pensarlo. Dí un alarido, corrí hacia él y salté. Él no saltó. No imitó ni mi carrera ni mi vuelo. Pareció quedarse clavado en su lugar, demasiado confundido por mi reacción para reaccionar él a su vez. Mis manos hicieron presa en hábito, aprecié su tacto burdo y fofo, como abrazar un cojín hinchable pinchado. Según iba volando hacía el me dí cuenta de que no había intentado ningún tipo de comunicación. No le había dirigido ninguna palabra ni gesto. No había requerido de él ningún tipo de información o explicación. Por que? Por que una persona que se considera pacifica había actuado de una forma tan amenazante? Que pensaría aquel ser de mí?

Solo encontré entre mis manos aquella tela burda y rasposa. Lo que fuera que había estado dentro se había desplazado hacia un lado. No era tanto una figura como algo que ocupaba espacio. Y mantenía la misma distancia que al principio. Si tuviera algún instrumento de medición seguramente podría comprobar que era, siempre, la misma exacta distancia.

Después se dió la vuelta y comenzó a desplazarse, cada vez mas rápidamente, por el camino inverso a cuando yo era el perseguidor, y cuanto mas rápidamente se movía mas familiarmente humano me parecía su contorno.

Lo sabía. Era lógico, lo esperaba. Una vez mas apareció ante mi la omnipresente edificación. Ante mi, superpuestos los dos misterios que amenazaban con quebrar mi razón.

La figura se abalanzó, sin disminuir lo mas mínimo su velocidad, contra la extraña cortina de pintura que hacía las veces de puerta, y a pesar de que la traspasó ante mis ojos a mi me seguía pareciendo igual de impenetrable, me seguía pareciendo una puerta pintada sobre un muro, una sonrisa sin boca.

No desistí por ello en mi persecución, ni por ello disminuí mi velocidad, tal vez ese fuera el secreto de su penetrabilidad. De repente me di cuenta de que iba a chocar, de que mi realidad física no podía traspasar aquella falacia. No pude ni siquiera intentar pararme, mi resolución anterior me había llevado a un punto sin retorno. Cerré los ojos, estiré los brazos, preparé mi cuerpo y mi mente par el dolor, y me precipité contra ella.
Me invadió la sensación de vacío. Un vacío intemporal e insustancial. El frío de la nada. El vértigo del espacio abierto me envolvía, no como entidad física, no parecía tener cuerpo, si no como consciencia en movimiento. Me pareció que había atravesado el Universo entero en un instante, y cuando la caída parecía infinita, en espacio que no en tiempo, se produjo la sensación física del choque.

Caí, desde una cierta altura, rodando, con los ojos firmemente apretados. La luz atravesaba, a pesar de todo, los párpados. Cuando al fin me decidí a abrir los ojos comprobé que esa luz, tremendamente brillante, confería un aspecto plano a todo cuanto tocaba. Incluso a la edificación que, naturalmente, se encontraba ante mi.

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