Recuerdo, de cuando era pequeño, en casa de mi abuela, la vida que
transcurría en la calle, y por los patios. Asomarse a un balcón, prestar oídos
a una ventana, era encontrarse con el bullicio de la vida. Me parece ahora
mismo que hasta la terraza del sexto piso llegaban los aromas de la calle
recién regada, el rumor de las conversaciones de las mujeres comprando en las
tiendas de la calle, los requiebros y comentarios de los dependientes, las
risas jocosas que les respondían, la fragancia de mañana soleada de primavera,
a eso de las diez, y la voz cansina del chatarrero, casi un canto de reclamo,
una letanía ininteligible, monótona, con altibajos, y sin la que la mañana
sería de otra forma, como lo sería un parque sin el canto de los pájaros o las
voces de los niños.
Y cuando iba a la cocina, a desayunar, arrupárpagos y café de
niños, veía a mi abuela hablando con la vecina de enfrente, rumores de otras
conversaciones entre otras ventanas y el canto de las coplas de siempre, y las
del momento que cantaba sin recato, y para mayor gloria del vecindario, la
chica que servía dos pisos más abajo. Coplas que han quedado ineludiblemente
ligadas a mi infancia, como la sintonía del NO-DO. ¿Cómo concebir un desayuno
en silencio? Las ventanas estaban llenas de flores y el aire pleno de aromas y
de notas. La vida estaba viva.
Quizás no fuera primavera todo el tiempo, quizás mi memoria me
engaña con los recuerdos más selectos, pero el hálito de la vida está pleno en
esas secuencias de niñez. Ya sé que había invierno, colegios y castigos, pero
también había gente al anochecer en las puertas de las casas, lecherías con
leche de vaca, y bares llenos de gentes charlando unos con otros como si se
conocieran de toda la vida. Conociéndose de casi toda la vida. De una vida que
compartían en la calle, por los patios y en cualquier lugar que se encontraran.
Quizás deje arrinconada la memoria de la casa de mis padres, un bajo
interior que no daba a ningún patio de alegría, con vecinos de los que apenas
si se sabía el nombre y con los que se intercambiaba un saludo casi puramente
ritual, pero es que hasta que fui bastante mayor toda mi vida transcurría en la
casa y en el barrio de mi abuela. La casa de mis padres, al fin y al cabo, no
era una casa vecinal en el sentido que yo conocía, si no una casa socialmente
repartida entre ricos, que vivían en el exterior, y humildes, -sofisticado vocablo-, que habitábamos en el interior.
Entre propietarios estirados y amables, e inquilinos amables y ligeramente
huidizos con los iguales y amables y ligeramente ceremoniosos y considerados
con los exteriores. Tal vez por eso, porque todos los interiores teníamos el
ejemplo de las casas grandes y luminosas, con gran número de balcones al
exterior, porque no éramos todos iguales, ni nadie lo pretendía, era por lo que
aquella casa, y en realidad todo el barrio, no tenía la alegría, el palpito de
vida que yo recuerdo en el de mi abuela.
No recuerdo cuantos años tenía, ya talludito en todo caso, cuando
se vieron por primera vez unas ventanas cerradas, bueno, con los visillos
echados en el patio. Eran unos vecinos que acababan de llegar a la casa. Se
comentaba que eran un poquito raros, saludaban escuetamente, cuando se les
saludaba, y no aparecían por ninguno de los bares de alrededor. Se sabía cuál
era su nombre porque Doña Anita, la portera, se lo había preguntado al cartero.
Fueron pasando los años, con calma en principio, siempre inexorablemente,
e inexorablemente los vecinos fueron cambiando, e indefectiblemente las
ventanas se fueron cerrando, se fueron tapando con los visillos, tal vez en mi
imaginación, cada vez más tupidos, cada vez más parecidos a vendas que tapaban
de los ojos externos algún tipo de vergüenza inimaginable. Ya no había
tertulias en las ventanas, ni chachas que cantaran coplas que resonasen por el
patio. Una vez uno de los nuevos vecinos
protesto por el ruido, y sugirió que quien quisiera cantar que se fuese
al teatro. Lolita siguió cantando, pero ya no era con alegría, era más bien con
animadversión. Ya no cantaba para ella y para todos los demás, cantaba contra
el vecino, cantaba con fastidio, con inquina, y cada vez cantaba menos, víctima
de su propia tristeza.
Los bares se fueron cerrando, como las ventanas y como los
visillos, y en su lugar se fueron abriendo cafeterías y pubs, con cortinas
tupidas al exterior, y con una supuesta vocación de postín, que solían
desmentir los servicios. Los camareros cambiaron la chaquetilla arremangada y
el mostrador de zinc por la chaquetilla impoluta, la corbata y el mostrador de
madera. Los parroquianos consumían en círculos cerrados y parecían tan extraños
al local como lo eran al vecindario. Llegaban, pedían algo, y lo consumían,
solos o en compañía, aislados en su banqueta o en la mesa del rincón. Era
extraña la capacidad que tenían estos locales para que todas las mesas
pareciesen estar en un rincón.
También las calles
cambiaban, los maravillosos bulevares que permitían pasear por ellas casi como
si fuesen jardines, las magníficas calles para peatones en las que con la
llegada del buen tiempo florecían las terracillas de kioscos, de árboles bajo
los que pasear con el humor que el buen tiempo depositaba, aquellos en los que
yo podía jugar sin tener que buscar un parque como único y especifico lugar de
juegos, desaparecieron de la noche a la mañana, se convirtieron en parte de la
calzada para vehículos. La ciudad crecía, cada vez llegaba más gente de fuera,
los vehículos más asequibles gracias al progreso y a la bonanza económica, se
comían las calles de los peatones. Todos a motor. Ni siquiera en las calles del
barrio de mi abuela, en aquellas partes donde la gente se aglomeraba porque
había una tasca o una bodega, se veía ya tanta gente. La lechería se hizo
tienda de regalos y los coches, cada vez más, aparcados en batería no dejaban
sitio para que la gente se reuniese en las aceras.
Todo se transformaba en aras del progreso y la calidad de vida,
aunque yo personalmente creo que justamente eso era lo que se perdía. Asepsia
era el valor en alza, productos naturales y humanidad los valores en baja. La
irrupción de las televisiones en la vida familiar nos llevaba hacia la
tecnificación yanqui, la estandarización a cambio del humanismo.
Las cortinas se tupieron de tal forma que se convirtieron en estores,
vendas absolutamente opacas que en algunos casos, y en el colmo de la
sofisticación, llevaban dibujos de gran colorido, e incluso imitaciones de
paisajes exóticos o lejanos. Muchos vecinos ya no saludaban, ni siquiera en
respuesta al saludo ajeno, el asfalto florecía en pasos elevados y el espacio
peatonal se reducía de una forma continua e implacable. Uno podía encontrar
leche en polvo, condensada, concentrada, uperisada, esterilizada. Pero no leche
de vaca, ya no había nata. Ya, al pasear por el mercado, no se veía flotar la
mantequilla en cacharros con agua. Y los bizcochos, los queiques no tenían el
mismo sabor, aquella fragancia que le decía al paladar el secreto de la nata recién
recogida de la leche en el fuego, aquel toque remoto de pegado.
Y los bares. Ya no se llevaban tampoco los pubs, las cafeterías
habían envejecido y habían revertido sus insinuaciones de postín, sus oropeles
de baratillo, en una decoración que, al envejecer, descubría entre sus grietas
todo el fulgor cutre que realmente encerraba. Los dorados, desconchados,
traslucían el yeso resquebrajado, los espejos, el corcho que los respaldaba...
Ahora los bares de copas, al más puro estilo de las películas americanas, eran
el lugar de reunión nocturno. Bares fríos, con una decoración ausente y una
invariable vocación de provisionalidad. A pesar de la carencia de ruedas, sus
propietarios, sus clientes, sus barras y especialidades, sus camareros, se
trasladaban de una zona de moda a otra según se imponía en cada momento. La
ciudad, la calle se deshumanizaba por oleadas, solo los coches importaban, solo
la masa era reconocible. Solo ella evolucionaba, se sacudía y se unificaba,
aplastando a cualquier individuo que pretendiera significarse realmente.
Se perfeccionaron las persianas, se perfeccionaron los edificios,
ya no había que salir a la calle para subirse al coche, los garajes estaban
integrados en la misma vivienda, bastaba coger el ascensor para que nos dejara
en la planta en que estaba aparcado. Ya nadie sabía si los patios eran alegres
o no, todas las ventanas estaban herméticamente cerradas, desde dentro, hacia
adentro y hacia afuera. Nadie cantaba coplas. Nadie se relacionaba con los
vecinos. Los amigos vivían lejos y había que hacer una excursión, naturalmente
en coche, para visitarlos, y muchos se quedaban en el camino, porque el
esfuerzo era demasiado, y salir de casa costaba. Que fácil era dejarse ir. Ir
espaciando los contactos hasta que espontáneamente dejaban de existir. Durante
un tiempo un vago recuerdo, una convicción intima de que había que volver a
llamarlos, pero... demasiado lejos, demasiado esfuerzo.
Todo, visto entre las lamas de una persiana preservadora de la
intimidad y el aislamiento se me antoja lejano pero vívido. Lleno de aromas de
tiempos que ahora, sumergido en la nostalgia, me parecen mejor. Tal vez no lo
fueran, pero el recuerdo me trae a la gente más viva, más humana. Qué duda
cabe, había grandes defectos, pero el problema es que por muchos que lo miro no
estoy seguro de que me gusten más los grandes defectos que los han ido
sucediendo. Si se pudieran cambiar uno a uno tal vez cambiara algunas virtudes
y defectos de entonces por los de ahora. Leche de vaca, el grito del sereno, la
empatía, la humanidad y las coplas, aunque tal vez todo sea uno.
Ya no hay bares. Ya no hay gente en las calles. La sociedad es un
conjunto de caracoles, de caracoles inversos, que no abandonan jamás sus casas,
ni las desplazan. El auge de las comunicaciones, y el afán de intimidad y
aislamiento nos han llevado a esto. Los nuevos edificios se construyen de
espaldas al afuera, solo con unas leves heridas en la fachada para la
renovación de aire en casos de emergencia, aunque todas ellas están en las
cámaras de entreplanta, nadie compraría una vivienda que tuviera comunicación
con el exterior. Vivo en una sociedad agorafóbica. Todo el universo, todo
tiempo, todo afán me es servido por los sistemas de comunicaciones. La
población, envejece, desciende en número, pero así es la civilización, algo
cada vez más lejano.
Ya solo nos queda habitar el mundo hacia adentro, volver de alguna
forma al claustro materno, convertirnos en un feto colectivo, en sujetos de una
regresión lánguida y consentida, si no deseada. Yo quizás ya no lo vea. Vamos es
seguro que no lo veré, aunque pase en mi tiempo y a mí alrededor.
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