Volvía presuroso hacia casa, la
mañana había sido intensa, la cabeza de Pérez Ruiz (clon 19) se había negado a
encajarse en el cuerpo original y no pudimos hacer nada, absolutamente nada. La
bronca con el concesionario de clones había sido de las que hacen época. Y
ahora la que peligraba era la mía. Susana ya me advirtió que venían sus padres
a comer y la inveterada puntualidad maniática de su madre. (Ya sabes que mamá
no soporta esperar, y yo no soporto que se ponga de mal humor por culpa de tu
trabajo. Si ves que no vas a poder llegar cierras antes el taller y se acabó).
Intenté llamarla por el móvil pero no conseguía cobertura. La maldita
saturación de ondas que nos estaban friendo a todos. La semana anterior había
leído en “El mundo del siglo XXII” que la cantidad de radiaciones que
soportamos nos freían un 3,78% de las células cada año, sin contar las que se
quedaban vivas pero alteradas. Seguramente por eso los talleres de implantación
clónica eran tan buen negocio, o habían sido, porque ahora cualquier
enfermerillo de tres al cuarto montaba uno. La verdad es que estoy pensando en
cambiar de negocio. Justo aquel infausto día se cayó el sistema de metrojet y
tuve que volver a casa en un tranporte militar de emergencia que recorría paso
a paso todos los domicilios de los ocupantes por orden de recogida. O eso o una
bicicleta pública, y eran 147 Km. Hacía años que no había montado. Llegué tres
horas tarde y hecho una lástima. Susana ni me miró, su madre entre despectiva y
regocijada.
No he vuelto a verlas, a ninguna
de las dos. Me voy a dedicar al cuidado de las mecanovacas. Es un nuevo invento
y te dan la leche ecológica, químicamente pura, ya pasteurizada y envasada. Van
a ser el gran negocio de los próximos años. Además ayer murió la madre de
Susana. Me he vestido de punta en blanco y voy hacia el tanatorio. Espero que
mi semblante sea el correcto.
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